La novela de Larry McMurtry The Last Picture Show es un gran ejemplo de un modelo narrativo que, propia de la novela europea del XIX, se da con especial fuerza en el cine y la televisión estadounidenses desde los años sesenta. Se trata de tomar un grupo de personajes, a la manera de Balzac, Döblin, Tolstoy, Proust, Eliot, Galdós o Hugo y entrecruzar sistemáticamente sus vidas para construir una suerte de fresco que de alguna manera representa una época y un lugar. El género (y podría considerarse un género) se consolida en el cine americano con la adaptación de Peyton Place (de 1957) y a partir de entonces lo encontraremos con frecuencia. En el cine europeo, algunos directores experimentan con el género, por supuesto, el ejemplo más excelso es La regle du jeu, o el cine de Berlanga en España (Plácido, Bienvenido Mr Marshall, Calabuch) pero la tradición americana resulta mucho más central sobre todo en los años setenta. Desde La aventura del Poseidón y el ciclo de catástrofes a Nashville o A Wedding, el principio constructivo es el mismo. En televisión por supuesto el género conoce las cimas de Twin Peaks, The Wire o Friday Night Lights. La adaptación de The Last Picture Show resulta much cercana, precisamente, a este último título: como la serie de Peter Berg se trata de mostrar las vidas cotidianas de los habitantes de una pequeña localidad de Texas (el referente de Berg era Odessa, aquí es Thalia, Anarene en la película). Berg tiene una mirada fuertemente social y en las cinco temporadas de FNL se hablaba de la importancia de la educación, de fantasías adolescentes, del papel del deporte en la comunidad, del sentido de la familia y de racismo.
A McMurtry y su adaptador Bogdanovich le interesan más unas vidas que a pesar de los torpes intentos de los protagonistas no tienen mucho sentido. Momentos de dicha, de sustancia, siempre quedan en un pasado que probablemente no fue idílico pero en el que, al menos, había motivos para vivir. Sonny (Timothy Bottoms), Jacy (Cybill Shepherd), Duane (Jeff Bridges) y el resto de los adolescentes del pueblo saben que nada acaba de funcionar, pero no son lo suficientemente inteligentes o diligentes para encontrar motivos. Recurren por defecto al sexo que parece prometer, al menos, "algo", pero ninguno de los tres encuentra en sus seducciones verdadero placer. Algunos de los adultos (Lois, la madre de Jacy, interpretada por Ellen Burstyn), Sam the Lion (Ben Johnson) o incluso la camarera Genevieve (Eileen Brennan) conocieron momentos de luz, pero todos se han rendido a la monotonía de la vida y no tienen mucho que aportar a las nuevas generaciones. De hecho la novela de McMurtry funciona sobre todo como justificación de una huida y del rechazo de la vida asfixiante y sin horizontes de un pueblo a la deriva en la inmensidad de las llanuras de Texas (como dice Lois, "la vida es difícil en todas partes, pero aquí es peor").
En una novela en la que todo lo que sucede es pequeño y frustrante no es fácil encontrar las líneas de tensión narrativa necesarias para construir un guión a la vez fiel e interesante. Directores trabajando en periodos más obsesionados por la tensión o el espectáculo habrían acabado traicionando el impacto emocional de la historia. Por suerte era 1971 y Peter Bogdanovich se encontraba en un periodo especialmente rico en términos de recursos y mirada. Con la complicidad fundamental de Robert Surtees (director de fotografía de gran versatilidad que aquí hace su mejor trabajo de los setenta), basa su trabajo en la atmósfera, en las texturas, en el tono, en lugar de la tensión narrativa. En este sentido, The Last Picture Show epitomiza lo que es mejor del cine de los setenta: el trabajo del tono y los tiempos muertos por encima de la obsesión por los turning points y la tensión estructural, la variedad de voces y rostros en los actores (que sustituye a los rostros bonitos impuestos por las producciones internacionales y el clasicismo), la adecuación entre forma y fondo que consigue que cada película parezca seguir sus propias reglas más allá de las miradas autoristas en sentido simplista: The Last Picture Show no parece Paper Moon ni Qué me pasa doctor (las tres maravillosas de Bogdanovich a principios de la década), pero El padrino tampoco se parece a La conversación o Apocalypse Now (de Coppola), Three Women no se parece en nada a Nashville o McCabe and Mrs Miller (de Altman) y estilísticamente hay un abismo entre Taxi Driver, New York New York y Toro salvaje (de Scorsese). Cada película parece jugar intensamente sus imperfecciones y todas ellas rompen sin remordimientos con las limitaciones que imponía el clasicismo en términos de espectáculo, claridad, economía o facilidad narrativa.
Bogadnovich y Surtees dedican tiempo a contemplar el pueblo, a subrayar que allí no hay nada que valga la pena. El barrido con que se abre la película muestra una calle de locales destartalados en el que un cine que proyecta El padre de la novia es el único rasgo atractivo. Al final, el mismo barrido en dirección contraria nos muestra que incluso el cine ha cerrado y con ello ha muerto la esperanza. El cine de hecho es tanto un signo que nos habla de la decadencia económica de la ciudad, de lo invivible que resulta la vida, como algo que adquiere connotaciones metafísicas, el cine introducía cierta espiritualidad (el rostro de Elizabeth Taylor) entre tanta sordidez. En una de las decisiones de casting más extraordinarias de la década, el papel de Sam the Lion lo interpreta Ben Johnson, estrella del western desde los años cuarenta y uno de los grandes del universo fordiano (cuya popularidad acababa de resucitar en Grupo salvaje, de Peckinpah). Se ha hablado mucho de cómo los ecos de Johnson refuerzan el sentido de la película. Para McMurtry es importante desmitificar el salvaje oeste, pero Bogdanovich opta por mantener una dimensión épica en el pasado a través de Johnson. Es probablemente una traición a la agenda del novelista, pero es exactamente lo que se necesita aquí. No hay decadencia sin edad heroica, y los recuerdos de Sam de baños desnudos, de caballos, de pasión, funcionan mucho mejor si podemos postular cierto idilio.
En el cine comercial americano resulta determinante cómo se soluciona el dilema entre la tensión que necesita cada escena y la tensión que requiere la narrativa en general. Los años treinta y cuarenta utilizan mecanismos clásicos, repetitivos, para supeditar la primera a la segunda. Las películas funcionan muy bien en general y gente especialmente conocedora del medio (Ford) saben dar peso a cada momento, pero las herramientas de que disponen son limitadas y la obsesión por el ritmo puede convertirse en un tirano. Los años setenta nos dan un respiro en este sentido. The Last Picture Show juega bien sus silencios y confía en que la densidad de cada momento compense la falta de tensión y la relación algo relajada entre los episodios. Para ello utiliza una atención especial al detalle: desde las puertas batidas por el viento del norte a los agujeros en la mesa de billar, un radiador, una caja registradora, una nevera en un rincón, un coche desvencijado, polvo, la banda sonora constante de Hank Williams, radios, hamburguesas, una taza de té, papel pintado, el chirriar de una cama, miríada de detalles que producen un universo vívido y lleno, habitable, que hace que la película sea un placer cada vez que uno vuelve a ella. Frente a la estandarización que se había convertido en el vicio del cine americano, aquí tenemos una variedad de texturas: el cine americano de los setenta adquiere, sobre todo a partir del trabajo de directores de fotografía que vienen del Este de Europa (gente como Zsigmond) una tactilidad extraordinaria. El trabajo de Willis, Chapman o aquí Surtees nos demuestran que este movimiento hacia la textura se daba también en el mundo anglosajón.
Y luego están los actores. Mientras que Hollywood siempre apostó por la belleza, el periodo entre finales de los sesenta y principios de los ochenta es casi un oasis de rostros extraordinarios, expresivos, naturales, que muestran mentes a veces limitadas, a veces delirantes, pero siempre llenas de vida. Hoy sería difícil encontrar un reparto tan ajustado, tan poco glamuroso como el de The Last Picture Show: simplemente no tenemos la misma gama de rostros, el mismo repertorio gestual. Maravillosamente frágil, Cloris Leachman ganó un óscar por esta película. Pero la casquivana Cibyll Shepherd también funciona mejor de lo que funcionaría durante el resto de su carrera. Ellen Burstyn proporciona destellos de ferocidad por debajo de la frustración alcohólica, y Eileen Brennan construye la imagen vívida del patetismo sin un sólo gesto sentimental. Es una mujer dura que sabe que la vida no va a ser ya nunca fácil o agradable. Jeff Bridges en aquel tiempo representaba la América rubia, versión masculina, y aquí la película sugiere que la gran América rubia era algo estúpida. En realidad, como todo en la carrera de Bridges, uno percibe la "necesidad" de este papel: verlo aquí nos ayuda a entender mejor The Big Lebowski. Timothy Bottoms es el protagonista, por spuesto, y su pasividad es lo que el personaje necesita pero quizá también lo que explica el declive de su carrera.
Sin implicación vital no hay pasión, y si The Last Picture Show consigue tenerme en vilo, acongojado y casi sin respiración durante gran parte de su metraje es porque inevitablemente remite a algo que formó parte de mi experiencia. Sin duda mi pueblo no se parecía a Anarene y Valencia no es exactamente Texas (aunque algún paralelismo hay), pero desde la primera vez que la vi en televisión (tuvo que ser en el setenta y nueve, porque recuerdo haber recortado la descripción del TelePrograma) pensé que aquello se dirigía a mi, que las palabras de la madre de Jacy sobre el futuro eran algo que tenía que tomar muy en cuenta y que quizá aquello daba forma a ansiedades vitales. No sé si dar la espalda al pueblo es algo que habría hecho de todos modos. Pero sé que la película de alguna manera articuló motivos y hizo el impulso justificable, con lo cual, según mi narrativa actual del pasado, contribuyó a rescatarme.
No hay comentarios :
Publicar un comentario