sábado, junio 06, 2015

Conducta (Ernesto Daranas, 2014)



Hubo un tiempo en que la educación tenía una mística especial. Esto lo digo en el mejor sentido de la palabra: mistificar el dinero o el nacionalismo es problemático porque producen sueños que nos limitan y nos hacen gente menos compleja. Con la educación sucede lo contrario: como proceso es difícil, hay una inercia que hace que nadie quiera "ser educado" en el sentido de someterse a disciplinas y protocolos que nos harán mejores en términos de valores (ni el nacionalismo ni el dinero son significantes de valor alguno) y por lo tanto su estatus en la sociedad es naturalmente precario. Su mistificación (la figura del profesor sabio, la confianza que se ponía en el docente, la fe en estructuras que, más allá de casos individuales, debían permanecer fuertes para una sociedad mejor) se basa por supuesto en mitologías, faltaría más, pero eran mitologías que cohesionaban sociedades. Por eso la figura del maestro sabio, por ejemplo, puede ser cursi en sus tratamientos, pero tendemos (tendíamos) a perdonar la cursilería porque creíamos fervientemente que detrás de ella, detrás de la mentira literaria había un valor profundo. Los problemas que tengo en poner tiempo verbal son síntoma de un cambio que he ido reconociendo como docente y como ciudadano: la figura del maestro sabio y la mística del proceso educativo no son. ya, centrales; cosas que la generación que me educó consideraba necesarias están desmoronándose con cada decreto ley, con cada ministro, con cada decisión administrativa. Puede que todos, políticos y comentaristas, se llenen la boca con el valor de la educación, pero las decisiones que toman claramente indican que no la entienden y que no la respetan, la ven como un mero proceso burocrático cuyos mecanismos pueden captar algún voto, y esto es porque, aventuro, como cultura, hemos dejado de percibir la educación como un valor. Uno de los efectos es que van desapareciendo las narrativas mistificadoras que, incluso cuando eran cursis, eran significantes de un sueño de civilización.


Conducta cree en la educación como proceso y como valor. Está ambientada en La Habana pero, si me perdonan el término, es "universal" en sus implicaciones (la universalidad de la educación es aquí una aspiración legítima, no una estrategia para ocultar lo específico, lo histórico y lo social de la situación cubana). En términos de contexto La Habana aparece como un lugar pobre y (un rasgo más específico) controlado por una burocracia que a veces muestra destellos de compasión. No es relevante la discusión sobre si el gobierno cubano da signos de humanidad o no, la (precaria) humanidad de los burócratas es aquí parte de una apuesta por la maduración y la integración social. Si se quiere, considérese que la película no habla de la "realidad cubana", pero en el cine lo importante es que abracemos el mito. Y el mito aquí es el de la maestra con experiencia que tiene una intuición ejemplar para conocer a sus alumnos. Es parte de esta estructura mítica que los alumnos respondan bien (y los mismos que acusan la película de no representar bien Cuba podrían decir que esto no es siempre el caso) y que los métodos de la maestra funcionen bien (el final es abierto, por suerte, ya que la vida lo es, pero los métodos de la maestra resultan correctos). En Conducta, la maestra es Carmela (Alina Rodríguez), ya en edad de jubilación y con problemas de salud, que con tozudez defiende la integridad de la educación como valor y como proceso de cohesión social. La trama de la película nos muestra que entre sus alumnos está Chala (Armando Valdés Freire), un muchacho de doce años a quien su vitalidad y la necesidad de luchar por la vida en condiciones de miseria le convierte en un alumno problemático. La burocracia interviene para sacar a Chala de la escuela y llevarle a un centro especial y el resto de la historia presenta la lucha de Carmela contra esas estructuras burocráticas que bien podrían acabar con toda posibilidad de integración para Chala. Hay sentimentalismo (especialmente en forma de un tema musical que hace que el piano estropee las escenas más emocionales) y sería fácil distanciarse. Algunas tramas (la de la paternidad de Ignacio) intentan en exceso jugar una carta comercial. Pero el corazón del film es genuino y, en cuanto salimos de la sala olvidamos el piano, olvidamos ciertos planos sostenidos demasiado rato y olvidamos la sensiblería del amor infantil y nos quedamos con la impresión de haber visto algo que nos afecta de manera personal. En definitiva no habríamos perdonado al film que pusiera las cosas fáciles a los protagonistas y Conducta es una película que no sólo tiene una idea del mundo y ama a sus personajes, sino que la expresa bien.
En el cine el impacto rara vez sale solo. Uno puede defender la habilidad de Daranas de captar la realidad y la elección de actores infantiles con más espontaneidad que experiencia, pero esto no es, en sí lo importante. Con o sin experiencia, realidad o no, lo que cuenta es el efecto en la pantalla, que recoge la vida, las contradicciones y la fuerza de cada personaje. Arriesgando el cliché, Valdés Freire tiene una de esas grandes químicas con la cámara que a veces alcanzan algunos niños. Es el joven Matt Dillon, vector de emociones, de tensión, de dudas que se expresan mediante gestos o violencia. En cuanto a Alina Rodríguez transmite perfectamente la autoridad y sabiduría a través de pausas, miradas y entonación. Es el ideal de la maestra y responsable del aura mítica que genera la película. Y luego está La Habana, fotografiada con teleobjetivo que permite distancia, pletórica de vidas y luz, de cables que conectan y asfixian a los personajes. Supongo que la fotogenia de La Habana es signo de problemas muy reales, pero aunque la película no los oculta la convierte en un lugar fascinante, habitable, llena de paisajes sugerentes, casi oníricos (el almacén donde vive la niña Yeni, la terraza del edificio Chala, las vías del tren) que siempre nos hablan de los personajes y sus vidas.

En esencia, la película explica por qué la educación debe dejarse a educadores (y por qué los educadores deben ser alguien en quien podamos depositar confianza), y no a burócratas, por muy buenas intenciones que tenga el sistema. La antagonista en el film es burócrata del sistema y en este mundo produce desconfianza aunque no se haga de ella un monstruo. Los educadores entre ustedes reconocerán en este conflicto algunos de los de su día a día. Quienes no lo son tienen la oportunidad de pensar qué modelo de educación prefieren, y qué valores tiene en una sociedad. Y en Carmela escucharán la música casi olvidada de la maestra sabia, la que supo aprender, la que supo llegar, la que nos ayudó a crecer.


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