martes, mayo 19, 2015

De "Parranda" a "A esmorga"

A esmorga (La parranda), de Eduardo Blanco Amor, escrita en 1959 durante el exilio del autor en Buenos Aires, se considera una de las obras narrativas mayores de la literatura gallega. Cercana al tremendismo de Cela al mostrar un entorno rural mísero y violento cutregótico, es un texto sutil y sofisticado, narrado en primera persona por alguien que no acaba de aprehender los hechos que observa. Si en Cela la posibilidad de homoerotismo se ve siempre desde fuera (ridiculizada, patologizada) para Blanco Amor las posibilidades homoeróticas que subyacen las relaciones entre sus tres protagonistas en un día de borrachera. Blanco Amor ve la ambivalencia en perfectamente natural, parte del sistema homosocial que funciona en todos los entornos especialmente si no se piensa demasiado en ello.

Las motivaciones sumergidas y los excesos de la juerga son notablemente difíciles de plasmar en cine.
El propio Blanco Amor lo intentó en 1971, y escribió un guión basado en su texto. El guión era entonces, probablemente, infilmable. Y no ayudó que en sus acotaciones Blanco Amor subrayase en lugar de disimular lo que la novela sugería sobre el homoerotismo. Así, su descripción de uno de los tres protagonistas dice:
"Bocas (...) es el macho elemental, fuerte y magro, si puede ser, guapote: cuenta siempre consigo, con su fuerza, con su coraje y su estampa, pero ignorándose "estéticamente". Su presunta relación homosexual con el Milhombres es muy compleja y, según parece, poco o nada espontánea por sup parte y en cuanto a iniciativa. Quizá obedezca a un fondo de narcisismo inconsciente, de sadismo potencial de contradicción profunda, todo ello nada infrecuenteen la laberíntica psiquis galaica, aun en la popular. De todos modos, tal como se desprende del texto de la novela, el Bocas necesita o busca la borrachera para "consentir" la compañía de Milhombres y tolera (o provocar) sus "atrevimientos".
Aunque hoy es fácil reconocer las motivaciones homoeróticas de los "bromance", el retrato de Blanco Amor se basa sobre todo en observación y experiencia. Nos está diciendo simplemente que la heterosexualidad no es nunca del todo estable, se nos está diciendo que lo queer es la normalidad del ser humano. Es curioso que a pesar de la contundencia de lo anterior, haya un intento entre los intérpretes de la novela (incluyendo las autoridades culturales: A esmorga es un libro canónico que se enseña en los colegios) de no darse por enterados. La reticencia es curiosa, pero no sorprendente. Así las lecturas oficiales de la novela en circulación, las más accesibles, la presentan como un monumento de la lengua (es decir, tiene valor como repositorio de un modo de expresión rural en peligro de extinción) o como un documento tremendista que muestra el atraso del campo gallego. Cosas así. El subtexto psicológico importa poco y sospecho que sin ello no se entiende nada.

En su adaptación de 1977 Gonzalo Suárez empleó ideas del guión de Blanco Amor, pero por supuesto prefirió no incidir en el homoerotismo. Se podría haber hecho. La segunda mitad de los setenta y los primeros ochenta, antes de la obsesión por la calidad que trajo la Ley Miró, constituye la década más queer del cine español y con el fin de la censura la posibilidad existía. Fue el año de Los placeres ocultos. Ocaña, de Ventura Pons estaba a la vuelta de la esquina, y en el 79 se rodaron El diputado, Pepi, Luci Bom y Arrebato, la trilogía más queer del cine español,  Pero también se trata de una época en que los heterosexuales no se sentían cómodos con la naturalización del homoerotismo (la autoría de estos clásicos queer es, sin duda, queer) y de hecho quienes lo hacían no parecían heterosexuales. Y al negarse a aceptar el alma del texto, la película queda como a medias y difícil de entender. La puesta en escena es como la de muchas películas de la transición, basada en dos directrices que dominan el cine español entre 1977 y 1982: a) "a ver, ponte más acá que ahí tapas al otro" y b) "esas tetas tienen que verse más". Pero dado el planteamiento, la clave estaba en el cásting. Y el cásting es interesante. José Luis Gómez es adecuado y tiene carisma pero carece de la masculinidad testosterónica que Blanco Amor requería; José Luis Sacristán va por la película con la misma cara de las otras treinta y siete películas que hizo aquel año, una cara que parece estar siempre sorprendida de interpretar a personajes tan variados pero sin acabar de entenderlos. Y Antonio Ferrandis, pre-Chanquete, parece estar pasándoselo en grande pero se esfuerza por distinguir el mariconeo (algo hay) de la normalidad. No estoy seguro de que interpretara al personaje de Milhombres siguiendo las pautas que daba el propio Blanco Amor:
Ojo con hacer el personaje "en marica", especie siempre desagradable en todo espectáculo. Su afeminamiento en muy poco depende de los gestos, pasitos cortos y habituales ratimangos del tipo convencional; es algo más hondo, matizado e interno que exige un gran talento en el actor.
 Con todo esto es fácil imaginar la expectación que despertó la nueva adaptación de A esmorga, esta vez en gallego. Era una nueva ocasión de desfacer el entuerto, de volver a poner el elemento queer original que Suárez y las insituciones culturales gallegas le habían arrebatado.

Y esto funciona a medias. Es verdad que las motivaciones homoeróticas del original se han articulado tanto en el guión como en la puesta en escena. Es verdad que se tocan más, que las miradas a veces están cargadas de sentimientos mal articulados. Y es verdad que el espectador de esta versión apenas podría negar su existencia... o al menos no más que en la obra original. Los tres actores son buenos actores y no voy a decir que estén mal. No están mal. Están bien. Según se les dirige y según la concepción de la película. Pero en un texto tan basado en lo que no se dice, el casting habría sido crucial. Ni el estupendo Karra Elejalde ni Antonio Durán generan el aura homoerótica que Blanco Amor espera. Y si no la generan es difícil transmitirla. La edad no ayuda. No voy a negar que los hombres están igual de salidos a los cincuenta que a los treinta, pero si Blanco Amor hablaba de unos treinta y cinco años quizá es porque a esa edad la sexualidad se comunica y se entiende mejor. Como en el caso de José Luis Gómez, uno ve a Elejalde y no piensa en deseo sexual, articulado o no.

La película hace muchas cosas bien y sería injusto no mencionarlas. La puesta en escena está, en inteligencia y atención al detalle, a años luz de la película de Suárez. Y la mirada del narrador poco fiable está mucho mejor articulada. La película se entiende y no renuncia a la complejidad. Habría que señalar que quizá no haga falta poner tantos acontecimientos en 24 horas de tiempo narrativo cinematográfico como en la misma extensión de tiempo narrado en una novela. La novela es breve, la película se hace larga. No era necesario contar tantas cosas, reproducir cada episodio: la fidelidad a la letra puede ser una traición al arte. Pero esto no es lo que produce un sentimiento de insatisfacción. Lo peor es que una vez más, como siempre, sentimos que consideraciones que nada tienen que ver con la verdad de la obra artística (la negativa a situarse en una perspectiva queer en este caso) han sido prioritarias a la hora de pensar y elaborar esta versión del clásico. Habrá que esperar otra ocasión.


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