martes, mayo 26, 2015

¿Para qué sirven los filólogos?: una reflexión, una apología, una propuesta



Hace aproximadamente un año, en un seminario universitario, un colega académico del campo de las ciencias sociales por fin formuló la pregunta que siempre subyace de manera algo preocupante en las relaciones entre científicos sociales (sociólogos, economistas) y los filólogos. Aunque se formuló de manera mucho más elegante, la pregunta en su estructura profunda significaba literalmente: "¿Para qué sirven los filólogos?". Y reconozco que la respuesta no es sencilla. En parte porque aunque tengo claro lo que hago yo, no puedo pensar que esto representa un ideal de lo que debe hacer un filólogo y claramente la mayoría de los filólogos que conozco hacen cosas muy distintas o incluso ven su trabajo muy a la contra de mis propuestas en este post. Pero en parte porque nos cuesta mirar nuestro trabajo desde fuera. También hay agravios comparativos. A un ingeniero nadie le pregunta qué hace. Se supone que hace algo útil. Si alguien le pregunta qué hace, en general, quien queda como un tonto es quien pregunta. Con los filólogos la incomprensión es generalizada y uno casi puede oír el asentimiento del resto de la comunidad académica cuando surge la cuestión de nuestra presunta (y no probada) utilidad: "eso, ¿qué hacen los filólogos?" Además de, claro está, enseñar lenguas, lo cual demostraría, en cualquier caso, el fracaso brutal e indiscutible de nuestra profesión en España, el país donde nadie aprende lenguas. Un economista puede hacer predicciones. Pueden ser incorrectas, pero tienen un carácter de "ciencia" que las hace, en cierto modo, respetables. Un sociólogo siempre sabe explicar, al menos a posteriori, los resultados electorales. De nuevo es dudoso que su interpretación sea "verdadera" pero indudablemente sigue protocolos cercanos a la ciencia y con ello adquiere un prestigio. Hay un objeto de estudio, hay unos conceptos claros, hay unos resultados que pueden objetivarse de alguna manera.

Evidentemente los filólogos no podemos presumir de esta capacidad de objetivación y explicación de la realidad (algunos ni siquiera creemos demasiado en "la realidad" como noción estable, anatema, lo sé, en nuestro mundo científico). En el seminario dije que la filología no se ocupaba de hechos objetivables, que hablábamos de fantasías. Y creo que a los asistentes les supo a poco. ¿Fantasías? ¿Cómo se come eso? ¿Qué demonios importan las fantasías? Cada día más me encuentro entre interlocutores (incluyendo alumnos) que lo que quieren son datos, hechos, no estamos para putas fantasías con la que está cayendo ("la que está cayendo" es, claro, la excusa para no producir análisis críticos).


Pues exactamente ahí radica el problema: que para el individuo de a pie una fantasía no es ni más ni menos que una ficción que produce placer o terror y por lo tanto carece de impacto en la vida cotidiana. Fantasía sugiere trivialidad o superfluidad. Pero si de verdad hablamos en serio, si nos implicamos a fondo, no se puede explicar las tendencias económicas o los resultados electorales sin tener que introducir un elemento fantasmático: en un momento u otro hablamos de mentes que piensan en términos lingüísticos, de deseo, de ideología, siempre abstraemos, siempre acabamos utilizando (bien que sin darnos cuenta) la lógica de la metáfora o la lógica de la metonimia, contraponemos, condensamos, ordenamos... todas estas operaciones, necesarias al representar el mundo, se producen en el lenguaje. Al final en cualquier proceso humano hay que tener en cuenta el lenguaje. Y quienes estudiamos el logos, quienes pensamos la realidad en términos de lenguaje, quienes estudiamos su retórica, sus trampas, su capacidad de crear miedo o placer, los términos en que produce sentido somos los filólogos. .

Desde una perspectiva académica, en los últimos años, ser filólogo se ha ido convirtiendo en algo cada vez más cuestionado. Con los recortes en investigación, la filología se ha convertido en la hermana fea de la universidad. Curiosamente no se nos reprocha que no seamos capaces de enseñar inglés a los chavales (que tendría cierta lógica) sino que lo que hacemos, "no sirve para nada". Si alguien tiene que caer, los más inútiles somos nosotros y todos (de los historiadores, que al fin y al cabo intentan dilucidar hechos hasta los científicos puros pasando por los científicos sociales) creen que es legítimo que en momentos de carestía no demos mucho la lata.

Todo esto se inserta en una nueva ideología de bases neoliberales de la que somos testigos cada día quienes trabajamos en educación. El modelo ideal de investigación es el científico porque recoge resultados objetivables y "útiles" (que la "utilidad" pueda consistir en destruir vidas humanas o ahondar la injusticia social es algo que el neoliberalismo no pone sobre la mesa: no hacerlo es una estrategia retórica a la que los filólogos somos muy sensibles). Es inútil pensar en las condiciones del lenguaje en sí porque, se asume, el lenguaje es transparente. Lo que importa es lo que el lenguaje "representa", es decir, las realidades. Dediquémonos a lo objetivable, funcionemos como máquinas que hacen lo que se debe hacer porque no pueden ser distraídas por lo fantasmático, porque no conocen el miedo, el gozo, la ironía, la lucidez o la argumentación; "retórica" en particular, se ha convertido en una palabra fea en el nuevo contexto (y mi experiencia es que en España la palabra tiene connotaciones especialmente negativas). Las cosas sólo pueden ser de una manera y es la manera que hay que identificar. Todo esto conduce a una visión científica de nuestro trabajo que es la que se recompensa en términos de becas, proyectos y plazas. Si el trabajo de filólogos, filósofos e historiadores tiene una contrapartida práctica, bien. Si no, es superficial o estúpido. Así los proyectos de investigación que se favorecen desde los órganos institucionales tienen que ver con digitalización, bases de datos, preservación de objetos y cada vez más se exige un enfoque tecnológico. En algo tan central a la filología como la traducción, se rechaza la reflexión sobre en qué consiste y qué hace la traducción y desarrollan una fascinación por los programas, la tecnología, la traducción automática, como si se quisiera eliminar el elemento humano, como si la objetividad fuera el ideal traductológico. El sueño del neoliberalismo es ver a cada ser humano en términos de rendimiento económico cuantificable y funcionar con un lenguaje transparente de conceptos fijos. Hablar de lenguaje como algo denso e invadido por ideologías que media cada relación y como el entorno en que existimos como individuos pensantes no (necesariamente) productivos contradice ese proyecto.

Sin duda los proyectos objetivadores o tecnológicos tienen su importancia y está bien explorar estos elementos de nuestro trabajo. Pero es que esto no es lo esencial de la filología. Uno de los grandes obstáculos que se han de salvar cuando empezamos a hablar de lenguaje, discurso ("logos") o pensamiento es que necesitamos el propio lenguaje para referirnos a nuestro objeto de estudio. Un científico tiene herramientas externas a su objeto de estudio, al igual que un sociólogo e incluso un historiador. Nosotros no. Y estar tan cerca de nuestro objeto de estudio hace que sea fácil sucumbir a sus trampas. Este es el motivo por el que autores como Derrida intentaron atajar la esencia del lenguaje con una versión del mismo metafórica, elusiva y oscura. El veredicto de Derrida era correcto: el lenguaje no puede hablar de cómo construye el mundo utilizando una terminología objetiva. El modo en el que desarrolló estas ideas nos parece, a algunos, problemático, pero dejaré los motivos para otro post.

Es verdad que ni estas reflexiones sobre el lenguaje ni las reflexiones que en el mundo anglosajón se engloban dentro de la "critical theory" hen encontrado un acomodo fácil en nuestra universidad (de nuevo dilucidar por qué esto es así requiere un post separado). Pero mi propuesta aquí es que o abandonamos la idea de describir lo que vemos y mantenemos una actitud crítica hacia el lenguaje considerándolo algo vivo, o, ciertamente, no ofreceremos lo mejor que podemos ofrecer, y nuestro trabajo acabará por convertirse en irrelevante. Cuando hablé de un ideal crítico sugería que para mí la mejor crítica es la que parte de un cuestionamiento, de preguntas sobre el funcionamiento del medio que analiza. Creo que esto es más urgente a la hora de defender el trabajo de los filólogos. O nos decidimos a ver el lenguaje como lugar lleno de trampas, cuya literalidad es en todo caso un efecto ideológico, o realmente nos convertimos en meros agentes de la burocracia neoliberal. Abracemos la retórica, la ambivalencia, la fantasía. De hecho las reflexiones de autores como Zizek, que ponen el lenguaje como constituyente de (no "constituido por") la realidad, apuntarían a un objeto de estudio más amplio: los lenguajes como algo que se interrelaciona, que expresa, que implica, que miente, los lenguajes como el lugar en que la ideología nos domina. De ahí que el estudio de cuestiones como género o colonialismo deba ser tan central en una visión crítica del lenguaje. El futuro ideal de la filología está en ahondar en sus raíces: el "logos" no se refiere sólo a la cadena significante y al trabajo de veinte escritores canónicos que se emplean para reforzar cierta visión de la sociedad; el logos hoy en día se plasma en imágenes, en internet, en palabras, en ideologías, en urbanismo, en música y en arte. El logos es lo que constituye el mundo y es lo que hace nuestro trabajo más cercano a la filosofía y la historia. Por supuesto siempre habrá que luchar con el super-yo neoliberal que amenaza con homogeneizar. Pero convendréis conmigo en que es una lucha que vale la pena.


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